No todo estaba perdido para Diego Bernal. Aunque confinado en el otoño amarillo de su viudez, gustaba de su soledad, sumida su alma en el mundo de nostalgias del pasado y abierta a todo lo nuevo que aún pudiera ofrecerle la vida.
Se había formado un reducto campestre en la antigua heredad de familia. Amaba el campo sobre todas las cosas, y mientras en él tuviera paz, luminosidad de sol, cielo abierto y azul, se sentiría siempre feliz y tranquilo. A su alrededor, las perspectivas de variados paisajes y dilatados horizontes llevaban su espíritu, en dulce vuelo, hacia éxtasis interiores. En esta paz serena y contemplativa, le sorprendió una mañana de septiembre su amigo Humberto Morales, que no dejaba de visitarle de cuando en cuando.
-¿Tú por aquí? ¡Vaya! ¿Qué nuevas me traes?
-Nada que no sea las vísperas de la feria en la ciudad; la gran feria austral. Y a propósito, hay cosas interesantes. Por esto he venido a verte y a llevarte, quieras o no.
-¿Qué cosas? Será lo de siempre. Calles con ríos de gentes venidas de todos los puntos. ¿Y qué…? Nada más que tumulto, polvo, suciedad, chucherías y chihuahuas.
-No; me gusta estar contigo, repuso Humberto; buscar la forma de que te distraigas. Ya verás! Vas a admirar en esta vez bonitas guambras en el desfile de modas. Veremos exposiciones. Tantas cosas más.
Abajo, el rumor del río llamaba a la contemplación del valle. Humberto no pudo sustraerse a esta sugestión. Abandonando las palabras, tornóse a contemplar y… Oh!, la vista del paisaje –dijo-.